domingo, 14 de noviembre de 2010

Still shining

La primera habitación que te dieron daba al aparcamiento. Cuando mamá y yo llegábamos en coche podía contar ventanas y saber exactamente detrás de cual estabas esperando.

Olor a nada en los pasillos, caras de angustia o resignación en los ascensores, enfermeras y sus sonrisas vacías, tratando de consolar el irremediable desconsuelo. Comida sin sal, insípida, intragable, cuando aún podías levantar tus manos temblando para llevártela a la boca. Cuando, aún con pasos vacilantes, caminabas a mi lado por claustrofóbicos pasillos brillando a la luz de los fluorescentes.
Todas aquellas cosas que no sabía de tí y odié descubrir entre aquellas paredes. Algunas que no sabías tú y nunca te contarán.

La primera habitación que te dieron tenía algo de luz y dos camas. Por la de al lado de la ventana pasaron quienes te acompañaban durante nuestras ausencias. Los que se fueron de vuelta a casa, los que no volverán a ir a ningún lugar.

La ventana de la segunda habitación daba al otro ala del edificio. Sus paredes habían visto contados rayos de sol y solo una lámpara parpadeante daba algo de claridad. Solo una cama, un sofá extraño y dos sillas que parecían fuera de lugar. La cama situada en el centro, con el sofá al lado y las sillas pegadas a la pared daba la sensación de una habitación mucho más grande, mucho más vacía. Y tú tumbada en la cama, rodeada de máquinas, conectada a cables como si fuesen cuerdas que te ataban a este mundo, que te ataban a nosotros.

Cuando ella empezó a pasar noches enteras en ese sillón, una llamada a las 11 de la noche, pasos subiendo la escalera y no me hicieron falta palabras para entenderlo.

Falta de fuerzas para mantenerse en pie, para mantenerse entera, contener los sollozos y llorar en silecio. Para gritarles que se fueran todos. Para arrancarte de aquella caja y abrazarte otra vez, como tantas veces antes. Para darte todo el calor que me diste y que ahora te faltaba.

Gracias y adiós, una vez más.

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