Amanece Santiago cada mañana sembrada de cadáveres de paraguas, piedras que resbalan, santos empapados, universitarios aún borrachos.
Y no es que en Santiago llueva, es la propia ciudad la que llueve.
Santiago llueve.
Por cada baldosa, por cada casa, por cada iglesia, por todas y cada una de las piedras de la catedral.
Y el agua de toda la ciudad cae por mi cara, por mi pelo, mientras te veo correr hacia mí y me proteges de la lluvia y me abrazas y me preguntas cómo vivo en esta ciudad sin paraguas ni capucha y sonrío y me encojo de hombros.
Y es que sé que siempre estás ahí para cubrirme.
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