domingo, 18 de septiembre de 2011

Volando

Tenía algo especial. No solo hacia las personas, también hacia los animales. Tenía esa capacidad para entender, esa empatía increíble. Y su fuerte eran las aves, todo tipo de pájaros.

¿Quién no odia a las palomas? Malditas ratas aladas. Él las adoraba y ellas a él. Innumerables noches llegaron a mi balcón con palabras suyas atadas a las patas.
Pero era cuando éramos chavales, después crecimos. Y seguimos juntos. Él y yo y también las palomas y a veces una cabra que jugaba al escondite. Se empeñó en poner un palomar al final de la finca de la casa grande. Yo decía que no y al final dije que sí, ¿cómo negarle nada a esos ojos?
Lo construyó él con sus propias manos, me cuesta recordar algo que se le diese mal. Pasó muchas, muchas horas allí. Las palomas se iban, a veces mucho tiempo, pero siempre, siempre, volvían. No hubo día que aquel palomar estuviera vacío.

Y el día menos pensado se fue, sin grandes aspavientos. Se fue tranquilo y me dejó aquí, acompañada, pero realmente sola sin él.
Y cuando volví a casa en el palomar solo quedaban plumas y suciedad. Los vecinos dijeron que a las siete y media más o menos todas habían levantado el vuelo al mismo tiempo. Nunca una paloma volvió a posarse allí.

Volaron con él, se fueron con él.

No sé como lo supieron, pero ahora, tantos años después, en esta habitación oscura con una ventana que da a la fachada de otro edificio y por la que no entra luz, veo a todos y cada uno de esos pájaros. Las mismas palomas que se fueron con él y vuelven veinte años después para devolverme a sus brazos. Brazos de los que nunca quise separarme.

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