martes, 20 de septiembre de 2011

Miedo

Imaginaos la habitación más mugrienta, del motel más cutre, de la carretera más perdida de este país. Las persianas bajadas, la luz de la lamparita encendida, ahora sí, ahora no, con la bombilla estropeada.
Yo asustada, cubierta solo por esa camisa ya no tan blanca, encogida en una esquina de la habitación. Temblando de miedo, de frío, de asco. Había tenido meses para pensar que hacer y esta no había sido contemplada nunca como una opción, como una salida posible. Podía ducharme, pagar y salir corriendo de allí, de todas formas había dado un nombre falso en recepción. Cuando fueran a limpiar el cuarto yo ya estaría muy lejos, tal vez cuando alguien volviera a pisar la habitación, eso ni siquiera seguía vivo.
No sabía cuanto tiempo había pasado sufriendo, llorando, ahogando los gritos para que nadie entrase y me obligase a cargar con él el resto de mi vida. Lo saqué fuera de mi, corté el hilo que nos unía y me aparté hacia la otra esquina de la habitación. Sin cogerlo, sin tocarlo siquiera, lo más lejos que me permitían estas cuatro paredes. No había llorado. Solo le escuchaba quejarse muy bajito, como si supiera lo que me pasaba y se sintiera culpable, como si no quisiera ser una carga.
Tenía miedo, mucho miedo. Pero algo en mi interior tiraba hacia aquel pequeño ser sucio y silencioso. ¿Por qué no lloraba? ¿Por qué no se quejaba? ¿Por qué no se aferraba ni un poco a la vida? Y sin quererlo me arrastré hacia él, haciendo gestos de dolor, poco a poco. Le cogí en brazos. Le miré y giró la cara hacia mí.
Era exactamente igual que ese maldito cabrón.
Y quise matarle, tirarle contra la pared, por la ventana, acabar con él y acabar conmigo después y acabar con todo.

Pero le abracé.

No hay comentarios:

Publicar un comentario